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ALGO INESPERADO
Polka saltó a mis brazos nada más abrir la puerta. Era algo tan cotidiano que instintivamente mis manos siempre se adelantaban a su salto. Por suerte era pequeña; no podía imaginar la misma escena si se tratara de un enorme y pesado Rottweiler.
Se podría decir, sin temor a equivocarse, que la naturaleza perruna no había sido muy generosa con ella. Su aspecto producía una reacción de indiferencia o incluso de rechazo ante personas y congéneres, que evitaban su compañía como si se tratara del retrato surrealista de un perro; patas cortas, cabeza grande con ojos saltones y orejas puntiagudas. Un pelaje de color indefinido acababa de rematar su desaliñado aspecto, porque, aparte de escaso, parecía estar permanentemente erizado; como si le hubieran gastado una broma en la peluquería canina. Por lo demás, Polka posee un carácter tranquilo, siempre y cuando, todo hay que decirlo, nadie perturbe su apacible existencia.
Después del alegre recibimiento atravesé el pasillo guiada por el haz de luz que se filtraba por una de las puertas de la planta baja. Mi madre, junto con la abuela, había instalado en aquella amplia sala un taller de costura hacía más de quince años. Desde entonces ésta había sido nuestra principal fuente de ingresos y cuando la abuela murió mi madre asumió todo el trabajo. Yo había aprendido el oficio por inercia, a base de echar una mano cuando el momento lo requería. Claro que en los últimos años el trabajo no nos desbordaba.
La luz tenue indicaba que aún seguía trabajando, a pesar de que hacía más de una hora que el reloj había marcado la medianoche.
Me detuve bajo el marco de la puerta y la observé un momento. Parecía cansada, y aunque todavía era una mujer joven no gozaba de la vitalidad propia de su edad. Sentada en una de las sillas acolchadas se asemejaba a una frágil rama encorvada sobre sí misma; una incómoda postura que era tan familiar para mí como lo eran comer o respirar.
Sujetaba sobre el regazo la misma prenda azul que había visto entre sus manos esa mañana. Era un vestido de raso color turquesa que Graciela Gómez, farmacéutica del pueblo, le había encargado para la boda de su hijo Benjamín. Quedaban tres semanas para el evento, pero ya estaba casi terminado; tan sólo faltaban los delicados bordados que otorgarían a la prenda el esplendor que requería una celebración tan especial. Para nosotras significaba horas de minucioso trabajo, algo que a mí me producía cierto tedio.
—Deberías irte a dormir, es tarde —dije mientras me quitaba la chaqueta.
—¡Eva! —saludó mi madre.
Su cara se iluminó de pronto, como si llevara rato esperándome.
—No deberías trabajar tanto —refunfuñé.
Me senté sobre la gran mesa que teníamos para cortar las telas. Polka saltaba debajo de mis pies, tratando de alcanzar los cordones de mis bambas.
—¿Qué tal por el bar de Hugo? —preguntó, y clavó la aguja en el acerico—. Hoy has llegado más tarde.
El bar de Hugo era el local de moda en el pueblo marinero de Loriana. Se llamaba así porque su dueño había tardado tanto tiempo en encontrarle un nombre a su negocio que, cuando lo hizo, ya todo el mundo lo conocía como «El bar de Hugo».
Hugo y yo fuimos juntos a la escuela, y cuando terminamos el instituto él se pasó un año enrolado en el Nueva Esperanza, un barco pesquero propiedad de su padre. Trabajó duro bajo las órdenes de Ismael sólo para descubrir que la pesca de altura no estaba hecha para él. En realidad, tampoco la de bajura; simplemente la mar no era lo suyo. Hugo carecía del carácter recio y fuerte que caracteriza a los lobos de mar.
Con el dinero ahorrado decidió apostar por un negocio propio, se compró un local cerca del muelle del este, en el camino hacia el faro, y así surgió el negocio.
Al principio nadie confió en que aquella taberna tuviera el mínimo éxito, pues si había algo que sobraba en Loriana eran bares y tabernas donde poder tomarse unas copas en la misma orilla de la mar. Pero la gente se equivocó, y pronto el bar de Hugo era ya un bullicioso punto de encuentro en el pueblo. Tan bien le iba, que buscó la ayuda de alguna camarera para atender al numeroso público que los fines de semana venía de otras localidades. Eso, y que en el fondo estaba convencido de que las chicas atraerían a más clientes.
Hugo no era un lobo de mar, pero era una comadreja para los negocios.
No tardó mucho en convencernos a Georgiana y a mí para que le proporcionáramos la ayuda que tanto necesitaba. Para nosotras era un dinero extra que venía muy bien.
Los tres nos conocíamos a la perfección; Hugo y yo desde que usábamos pañales, y Georgiana se unió a nosotros cuando llegó al pueblo con tan sólo siete años. Había venido desde Rumania con su abuela y, aunque al principio no nos entendíamos muy bien, pronto nos hicimos inseparables.
Polka alcanzó a morder uno de mis cordones y sacudió la cabeza con ímpetu hacia los lados para arrastrar la bamba con mi pie dentro hasta su territorio.
—Matías se emborrachó otra vez y no quería irse a casa —le dije a mi madre mientras intentaba librarme de Polka—. Aunque no lo culpo; yo también preferiría estar en cualquier sitio menos con la bruja de su mujer.
—¡Eva! No hables así de Rosa —me recriminó.
—¡Mamá! —exclamé con tono cansino—. Todo el pueblo sabe que Rosa le hace la vida imposible a Matías desde que se jubiló. Apuesto a que era mucho más feliz cuando faenaba en Gran Sol durante semanas.
—Hija, dices cada cosa… —suspiró.
Advertí en el rostro de mi madre una luz diferente, una ligera sonrisa iluminaba su rostro de forma tan sutil, que sólo yo era capaz de percibir. Le devolví el gesto con cara de interrogación.
—A ti te pasa algo…
Salté de la mesa y cogí una escoba para barrer los hilos desparramados por el suelo. Mi madre se acercó a mí con el vestido reluciente colgado aún de su brazo, me cogió de la mano y me llevó hasta dos altos taburetes que había al lado de la mesa.
—Hoy ha venido a verme el padre Teodoro —anunció con cierto entusiasmo.
La noticia me sorprendió.
—¿Para qué ha venido?
—A ofrecerme un trabajo —respondió, emocionada.
El padre Teo era el párroco de Loriana. Había llegado al pueblo hacía cinco años para sustituir al octogenario padre Urbano cuando éste falleció. Su sustituto resultó ser un cura joven que se había ganado más pronto que tarde la simpatía de los feligreses con su relajado ideario doctrinal. Sobre todo del sector femenino porque, aparte de cura, era un hombre joven y guapo que se parecía a uno de esos actores de culebrón venezolano. Sus salidas parsimoniosas desde la sacristía hacia el altar provocaban cada domingo, y fiestas de guardar, un revoloteo de manos femeninas en una incesante tarea de acicalamiento general. Había verdaderas batallas a las puertas de la iglesia para decidir quién de ellas se encargaría de hacer cada día la lectura del Evangelio. Yo me preguntaba a menudo qué diría el padre Urbano y sus rígidos preceptos si llegara a levantar la cabeza.
—¿Un trabajo? Pero ¿por qué? Él sabe que trabajas en el taller.
Estaba tan intrigada que me senté, esperando una respuesta.
—Tú conoces a Amelia, el ama de llaves de La Torre, ¿verdad?
Asentí con un movimiento de cabeza. ¿Cómo la iba a olvidar? No nos había quitado el ojo de encima, a Georgiana y a mí, el día que el colegio nos llevó de visita a aquella caduca mansión.
—Dice el padre que Amelia está ya muy mayor para ocuparse del viejo caserón.
—Eso no lo dudo —repliqué con aire anodino. Yo tenía doce años cuando hicimos aquella visita, y ya me había parecido viejísima. No quería ni imaginármela ahora, después de ocho años—. ¿No tenía un hijo? —pregunté, aún incrédula—. Él se encargaba de ayudarla.
—Por lo visto se marchó a la ciudad cuando su padre murió.
Mi madre me observaba con prudencia; sabía que la noticia me había cogido desprevenida.
—El trabajo no es muy duro —continuó, un tanto nerviosa—, sólo tendría que supervisar y organizar las labores cotidianas. Es siempre la misma rutina. Además… —titubeó unos instantes—, creo que el sueldo es muy interesante; más de lo que podría haber soñado nunca. —Yo la miraba atónita mientras ella seguía su parloteo completamente entusiasmada—. ¡Un sueldo, Eva! ¿Te imaginas? No tendría que preocuparme nunca más de si llegamos a fin de mes con lo que sacamos en el taller.
Antes de que pudiera decir nada se acercó a mí y me susurró la cantidad al oído.
Lancé un silbido.
—¿Tanto? ¿Te pagarían todo ese dinero por ser el ama de llaves de una vieja mansión vacía?
Una sombra de escepticismo asomó a mi semblante.
—En realidad, no estará vacía —me informó, entrecerrando ligeramente los ojos y haciendo un gesto con la boca como si se hubiera tragado un limón.
La apremié con la mirada para que continuara.
—El padre dice que los señores de La Torre vendrán a principios del próximo mes.
—¿Vendrán?
No pude evitar sorprenderme, ya que apenas nadie recordaba la última vez que los dueños de la mansión, que vivían en Oslo, habían estado en Loriana. En su ausencia, la Fundación Eriksson era la encargada de gestionar todos los asuntos que concernían al edificio y a sus tierras.
—Creo que necesito un tiempo para pensar en todo esto. Realmente, no sé qué decir.
—Eva, si crees que no es buena idea, no hay más que hablar, le diré al padre que busque a otra persona. Pero… es que pensé que sería una buena oportunidad para ti. Podrías ir a la universidad…
—Mamá… —la interrumpí—. Así que ¿es eso?, ¿sólo lo haces para que vaya a la universidad?
—Bueno, el taller no da para mucho, los tiempos han cambiado y ya casi nadie se hace la ropa a medida, lo sabes muy bien. Tú has tenido que ponerte a trabajar de camarera para disponer de un poco de dinero… y te admiro por ello, hija… —Mi madre emitió un largo y profundo suspiro—. Pero me haría muy feliz que tuvieras la oportunidad de labrarte un futuro mejor.
Me acerqué a ella y le pasé un brazo por los hombros. Inspiraba en mí tanta ternura que a veces yo parecía la madre y ella la hija.
—No me marcharé a estudiar fuera durante los próximos cuatro años, si es a eso a lo que te refieres. Me gusta vivir en Loriana, mamá. Y no sólo serían los años de universidad, después tendría que volver a marcharme, buscar un trabajo en la ciudad… Sabes que nunca volvería. Este es un lugar bonito y tranquilo. Además, no se necesita mucho para vivir de manera razonable. Reconócelo, es el lugar perfecto.
Me miró con una mezcla de pesar y resignación.
—Cuando todos los jóvenes sueñan con marcharse de aquí, tú te empeñas en quedarte —argumentó—. Aquí no hay mucho futuro, hija. Estoy de acuerdo con que es un buen lugar para una vida tranquila, pero no hay muchas oportunidades para la gente joven. Por otro lado, no estaría de más que te relacionaras con personas nuevas; conoces a todos los muchachos del pueblo desde que naciste, y la mitad de ellos tiene algún tipo de parentesco contigo. —Hizo una pequeña pausa antes de añadir—: Quiero que tengas la oportunidad de elegir.
—Mamá, tengo veinte años. ¿No crees que aún es pronto para que te preocupes de esas cosas? Y no sólo están los chicos del pueblo; a veces vienen algunos muchachos de Bres, y hasta de Longrey.
Sus ojos adquirieron un brillo cristalino, y reflejaron una chispa de tristeza.
—Sólo quiero que seas feliz…
—Ya soy feliz aquí, mamá, contigo.
—Al menos, prométeme que lo meditarás.
Sabía que este asunto la hería; se sentía culpable de verme condenada a vivir en un lugar donde las opciones de futuro no eran muy numerosas.
—De acuerdo, te lo prometo. —Luego, reflexioné un momento—. ¿Por qué te habrán elegido a ti para sustituir a Amelia?
—¿Acaso importa? —contestó, encogiéndose de hombros.
—Desde luego —repliqué.
—Creo que es una buena oportunidad para las dos, hija —concluyó ella con voz serena.
Cuando mi madre se fue a la cama, aproveché para recoger un poco el taller. Quería que por la mañana estuviera cada cosa en su sitio.
No estaba cansada, a pesar de las horas pasadas en el bar. A veces mi madre me miraba con cara de admiración y decía: «Hija, tienes una vitalidad envidiable».
Subí a la habitación con Polka pisándome los talones y con la intención de darme una ducha rápida antes de dormir.
De las tres habitaciones de la planta superior sólo una contaba con su propio cuarto de baño, y era la más amplia. La abuela Dora la ocupó mientras vivió y cuando nos dejó, mi madre insistió en que me instalara en ella.
Al contrario de lo que se pudiera creer en una niña de diez años, nunca tuve miedo de pensar que la abuela se había muerto allí. Yo la adoraba, y la suya había sido una muerte dulce. Una noche se durmió después de una agradable tarde jugando al tute con otras veteranas de Loriana, y ya no despertó. Su rostro era el reflejo del descanso tranquilo y eterno en el que estaba sumida. Por todo ello, no tuve nunca ningún reparo en ocupar su cuarto. Lo redecoramos de una manera más juvenil, y eso fue todo.
Más difícil fue superar el enorme vacío que su ausencia había dejado en nuestras vidas, y tanto mi madre como yo nos sumimos en una especie de profundo letargo durante semanas. Aún hoy la echábamos terriblemente de menos.
Tras la agradable ducha me metí en la cama. Polka ya se había acurrucado sobre la alfombra y dormía a pata suelta sin ninguna preocupación. Yo no tuve tanta suerte. No dejaba de pensar en los cambios que podían experimentar nuestras vidas si mi madre se convertía en la nueva ama de llaves de La Torre.
Yo era feliz así, no necesitaba nada más. Habíamos vivido las dos solas los últimos diez años, y a mi padre nunca lo conocí; se esfumó antes de que yo naciera. En el pueblo nadie supo nunca quién era el padre del bebé que esperaba Clara Martín, y eso dio mucho que hablar durante un tiempo. Ella jamás contó nada; ni siquiera a la abuela, que respetó su silencio.
Un día, cuando cumplí quince años, mi madre me regaló el precioso camafeo que siempre adornaba su cuello. Era una pequeña joya que mostraba la imagen tallada de tres ángeles. «Tu padre me lo regaló», había dicho con un intenso brillo en los ojos. «Quiero que tú lo lleves ahora».
Esa fue la única vez que nombró a mi padre en mi presencia.
No conocerlo, ni saber nada sobre él, me había marcado de una manera singular. Solía fantasear a menudo con su apariencia, y cuando un día le pregunté a mi madre cómo era, lo único que conseguí fue que durante una semana completa se le llenaran los ojos de lágrimas cada vez que me miraba. Así que nunca más pregunté. Pero intuía que, realmente, debía de parecerme a él. Estaba claro que a mi madre no me parecía, y tampoco a la abuela. Ambas habían heredado el pelo y los ojos claros propios de nuestra familia. En cambio mi pelo era castaño natural, bastante vulgar diría yo si no fuera por unas bonitas mechas que enmarcaban mi rostro iluminándolo ligeramente.
Tampoco tenía los ojos verdes y luminosos de mi madre. Por el contrario, mis ojos eran del mismo tono corriente que mi pelo, aunque grandes y expresivos. La blancura de mi piel también se distinguía de la de ella, ligeramente más dorada, y pese a la continua brisa marina que siempre azotaba la costa, nunca conseguía broncearme.
Estas características hacían que me reafirmara más en la idea de que era probable que me pareciera a él. A veces frente al espejo, fantaseaba con esa ilusión, trasladando mis rasgos a un rostro masculino, tratando de endurecer un poco mis facciones. Claro que la imagen que obtenía resultaba un poco rara.
Esa noche la pasé en un continuo duermevela pensando en mi madre. Cada vez le costaba más sobrellevar largas jornadas entre hilvanes, pespuntes y dobladillos. Su vista y su espalda estaban empezando a resentirse por años de duro trabajo.
Por otra parte, Amelia siempre me había parecido una vieja de malas pulgas que detestaba que excursiones de chiquillos invadieran los tesoros de La Torre.
También pensé en la abuela. Intenté traer a la memoria su voz profunda y quebrada por los años. La abuela Dora era un personaje muy querido en Loriana. Poseía un carisma arrollador que ni mi madre ni yo habíamos heredado. Contaba historias que había aprendido de su madre, y ésta, a su vez, las había heredado de la suya, y así hasta tiempos inmemorables. Historias fabulosas que no se encuentran en los libros y que me repetía con asiduidad con el firme objetivo de que se incrustaran en mi memoria.
Recordé entonces la historia de Loriana y de La Torre que tanto le gustaba contar. Fui capaz de evocar hasta el último punto, hasta la última pausa que hacía para tomar aliento y continuar la narración.
Cerré los ojos y me dejé envolver por el recuerdo de su voz.
Traté de imaginar a aquellos primeros pobladores; pescadores procedentes de otros pueblos cercanos, cuyas orillas también eran bañadas por las agitadas aguas del mar Cantábrico. Habían huido con sus familias hartos de los continuos saqueos a los que eran sometidos por unos gigantes extranjeros de pelo blondo. Aquellos piratas venían de las frías tierras del norte a bordo de sus veloces naves y no dudaban en utilizar sus afiladas hachas o en llevarse a las mujeres más hermosas como esposas o concubinas.
Debieron de pensar los escarmentados marineros que este sería, sin duda, un lugar perfecto para refugiarse. La orografía del lugar describía fielmente el típico paisaje costero del norte de la Península Ibérica; un relieve abrupto marcado por el color verde de sus montes y valles en perpetuo contraste con el azul profundo de un mar siempre imprevisible.
Tenía Loriana un difícil acceso si se venía por tierra, ya que se situaba circundado por varias colinas que había que sortear hasta llegar al nivel del mar donde se estableció el pueblo. Esto lo mantuvo largo tiempo aislado del resto de comarcas, y hoy se evidenciaba en la cantidad de habitantes que compartían, al menos, un apellido.
El desarrollo trajo consigo una amplia carretera que desciende serpenteante desde la vasta planicie de La Atalaya hasta el angosto puerto. Las colinas encierran al pueblo en un semicírculo abierto al mar, a modo de anfiteatro, y las casitas edificadas, ganándole terreno a las lomas, le otorgan un aspecto de lo más pintoresco.
Por otro lado, Loriana era un buen refugio premeditadamente oculto a los ojos de los navegantes. Estratégicamente situado entre dos cabos era casi imposible de divisar desde la distancia. Esto les dio a los habitantes y a sus familias una paz y tranquilidad duraderas.
Quiso el destino que, años más tarde, esa calma se viera interrumpida por la llegada de una gran nave. Con las historias de los piratas del norte retumbando en sus oídos los lugareños se encerraron en sus casas y temieron lo peor.
Pero nada sucedió.
Una partida de hombres rudos, grandes y de largas barbas doradas habían echado pie a tierra en esta costa. No iban solos, un puñado de mujeres los acompañaban. Avanzaron lentamente, atravesando el pueblo en procesión, sin detenerse y sin que nadie se atreviera a interponerse en su camino. Pronto alcanzaron La Atalaya, y allí, a merced de los vientos que azotan los acantilados, decidieron quedarse. En su vasta llanura construyeron un baluarte de vigilancia; edificaron una singular torre de planta cuadrada con cornisas sobre ménsulas y rebordes dentados.
Según cuenta la leyenda, sólo invirtieron tres días en levantar aquella edificación piedra a piedra, y los más supersticiosos hablaban incluso de seres mágicos y extraordinarios que ya formaban parte del folclore popular.
Poco a poco, los habitantes del pueblo se fueron dando cuenta de que aquellos hombres no pretendían causarles ningún daño, aunque nunca se mezclaron con ellos realmente. Lo que sí parece verdad es que los pescadores y sus familias jamás volvieron a sufrir el ataque de ningún pueblo bárbaro. Y dicen que, si alguna nave osaba fondear cerca de la orilla, los gigantes de pelo largo y barba espesa descendían veloces la colina, y su sola presencia bastaba para desanimar a los posibles asaltantes que buscaban obtener su botín en otro lugar.
Pasaron muchos años, tiempos fértiles y prósperos para el pueblo. Pero un día, aquellos extranjeros descendieron la ladera y, sin volver la vista atrás, soltaron las amarras de su nave de madera y partieron rumbo a otros horizontes.
Pero no se irían para siempre.
Anclada en La Atalaya se mantiene majestuosa la torre, como único vestigio palpable de tiempos remotos.
Siglos más tarde construyeron un gran edificio de piedra adosado a la vieja torre que había sido objeto de múltiples y variadas modificaciones hasta llegar a su estado actual: el de una mansión añeja.
Altos muros de piedra protegían todo el conjunto, como centinelas perpetuos, de las temidas galernas y las miradas indiscretas. Pero eso también había cambiado.
La Fundación Eriksson había accedido a regañadientes a las peticiones del Ministerio de Cultura de concertar visitas guiadas con las instituciones educativas. Según la Administración, la mansión contenía una riqueza cultural incalculable en obras de arte, y mientras sus dueños estuvieran ausentes montones de estudiantes podrían disfrutar con la visión de sus tesoros.
Sobra decir que nuestra escuela fue la encargada de inaugurar la primera visita al caserón, que consistió en un fugaz recorrido por las salas más importantes del edificio. Siempre, claro está, bajo la atenta mirada de su fiel ama de llaves.
Lo primero que me sorprendió nada más atravesar el gran portón de noble madera tallada fue una modesta capilla, de estructura simple, pero con una bonita y pequeña campana. Nuestro guía nos contó animado que, aunque por fuera podía parecer austera, por dentro era de una singular belleza, y que las pinturas de la techumbre, arco y enjutas representaban escenas del pueblo judío guiado por Moisés hacia la Tierra Prometida. Confesó, con pesar, que él nunca las había visto, ya que la capilla permanecía cerrada desde la última visita de los Eriksson a La Torre.
Un poco más apartada, entre una masa ingente de centenarios castaños y robles, vimos una casa de piedra no muy grande. Allí vivían los caseros Amelia y Tomás.
Ellos, y su hijo, se ocupaban de organizar todas las faenas que se realizaban en aquel lugar. No se dejaban ver mucho por el pueblo, eran poco habladores e iban a lo suyo. Poco después de aquella visita, nos enteramos casi por casualidad de que Tomás había fallecido a la longeva edad de ciento dos años. Amelia debía de rondar ya los noventa, y su hijo parecía incluso más viejo que ella.
Durante toda la visita no nos quitaron los ojos de encima, temiendo que un puñado de niños revoltosos pusiera en peligro aquellas singulares obras de arte.
Chocaba de modo sorprendente la apacible tranquilidad que se respiraba fuera de los gruesos muros con la actividad que había dentro; cuatro jardineros cuidaban los jardines y en el interior de la vieja mansión varias mujeres se afanaban en labores de limpieza.
Y es que el edificio era enorme. Altos techos y grandes ventanales adornados con pesadas cortinas le otorgaban un aire acogedor. Alfombras enormes cubrían los suelos, y los muebles, que a mí me parecieron anticuados, relucían con el sol.
Una gran cantidad de cuadros y tapices daban vida a las enormes paredes que mostraban escenas marineras con extrañas naves. Eran embarcaciones largas y estrechas, no demasiado robustas, con una sola vela y con remos en casi toda la longitud del barco. Nuestro guía nos explicó que se trataba de los famosos Drakkar vikingos; barcos veloces, de poco calado, que permitían a sus navegantes llegar en ellos prácticamente hasta tierra. Debían su nombre a que solían llevar un mascarón de proa con forma de dragón. Todos nos afanamos de repente en buscar las cabezas de dragón en los cuadros que, para nuestra decepción, casi ninguno tenía.
Después de la animada charla, entramos en la biblioteca.
Entrar en aquella sala nos causó a todos una gran excitación. Había libros por todas partes; en las librerías de las paredes, en la gran mesa del centro de la sala y hasta en las pequeñas mesas auxiliares. Muchos de ellos tenían portadas de llamativos colores que todos nos lanzamos a ojear. Pero antes de que ninguno de nosotros llegara a acercarse lo suficiente, la voz de Amelia resonó en toda la sala.
Nos quedamos todos petrificados como estatuas y, a decir verdad, bastante sorprendidos de que aquella potente voz hubiera salido del cuerpecillo tan envejecido de la anciana ama de llaves.
El guía continuaba con su resuelta charla, pero a mí ya me había llamado la atención otra cosa.
Era un cuadro de grandes dimensiones que cubría una de las paredes laterales. Estaba ensimismada observándolo cuando Georgiana se acercó a mi lado.
—¿Qué es? —preguntó mientras lo contemplaba con curiosidad.
—No lo sé —contesté—. Parece un ángel.
—Los ángeles no llevan pantalones —dijo ahogando una risita.
—Pues este sí los lleva, y es un ángel —alegué, resuelta.
En esas estábamos cuando nos dimos cuenta de que toda la clase observaba el cuadro detrás de nosotras con la misma curiosidad. Todas las miradas se dirigieron hacia nuestro elocuente guía que nos devolvió el gesto con cara de incógnita.
—¿Vosotros qué creéis que es? —preguntó.
—¡Un ángel! —respondimos todos al unísono.
—Pues no se hable más —concluyó.
Todos se fueron de la sala, pero Georgiana y yo nos detuvimos un instante más ante el cuadro, y ante la mirada apremiante de la señora Amelia.
En un fondo oscuro difuminado destacaba la imagen de un hombre con el pecho desnudo y los pies descalzos. Sobre su torso se podrían enumerar con facilidad los nombres de cada músculo en una clase de anatomía. Vestía pantalón negro y mostraba la cabeza tan agachada que su rostro permanecía parcialmente oculto. El pelo desgreñado del color de la paja seca le caía sobre la frente y le cubría los ojos. Unos brazos poderosos y surcados por ríos de venas protuberantes aparecían relajados, estirados a lo largo del cuerpo, y las palmas abiertas de las manos miraban al frente. Pero sin duda, lo que más resaltaba en la pálida figura eran dos hermosas alas replegadas.
Levanté de manera inconsciente mi mano para tocarlo; como si la imagen de aquel ser me hubiera hechizado a través de un influjo invisible. Pero un carraspeo de la anciana vigilante me hizo volver en mí y desistir, frustrando el deseo de sentir el lienzo bajo mis dedos.
Luego, nos echó sin contemplaciones.
Sin embargo, la visión de aquella figura pincelada con un realismo dramático me había impactado tanto que a partir de aquel día aparecería a menudo en mis sueños. Soñaba que el ser del lienzo cobraba vida cuando mis manos recorrían las líneas de su contorno, tratando inocentemente de sentir su tacto. Como Pigmalión y su fervoroso amor por Galatea; era tal el amor que profesaba a su obra que Afrodita se apiadó de él e hizo que su adorada escultura cobrara vida. Por el contrario, a mi no me pertenecía aquel cuadro ni tenía forma de admirarlo cuando quisiera. Y lo que es peor, tampoco contaba con la conmiseración de la buena de Afrodita.
Me ha gustado mucho. A ver cuando tengo tiempo para leérmelo toda, que llevo una cola que para qué…. Pero está muy interesante
Gracias Olga, espero que también te guste el resto.
Un abrazo.
Me ha gustado mucho estoy esperando para que armazón me sirva el resto
Muchas gracias «240262», espero que disfrutes de la lectura. Puedes comentar conmigo tus impresiones. Un abrazo.
Estoy a punto de viajar a las tierras del norte… y todo gratis con «Los Ángeles de la Torre». Me encuentro al final de la parte segunda de la novela. Gracias Mayte.
Gracias a ti, Pepe, por pasarte y comentar. La tercera parte de la novela es mi favorita. Espero que disfrutes del viaje por las tierras del norte.Un abrazo.
Mayte, tengo un montón de preguntas para el miércoles.
Espero que sean facilitas, Bea. :-))